martes, 2 de febrero de 2016

El día que hice un gol en el Maracaná

No podía faltar a esa cita. Ya la había postergado muchas veces, y no había más tiempo.

Había vivido Río como quién creció ahí, como alguien que se fue del barrio por mucho tiempo y volvía efímeramente al hogar de su infancia. Pero todavía me faltaba eso, no podía faltarme eso. Yac ontaba mis últimas horas ahí y, por varias razones, aún no había visitado ese mítico templo. El majestuoso. El mundialista gigante, épico, legendario, el imponente Maracaná.

Tan imponente como imaginaba, más acogedor de lo que esperaba, y aún así, con cierta sencillez propia de las canchas sudamericanas, de potrero, de playa. Todo matizado con una hermosa brisa de mística que hacía brillar los ojos humanos (futboleros). Llorar de emoción me resulta mucho más fácil que llorar de tristeza, pero igual opté por la sonrisa. Una gran sonrisa, por cierto. Estaba ahí, me costaba creerlo pero estaba ahí.

El museo como excusa para darnos la bienvenida, el vestuario como portal para entrar de a poco a la historia, las camisetas de Messi, Mascherano y Rojo, el pasillo hacia el campo... y el verde césped, rodeado por tribunas que a simple vista no parecían muy altas, y sin embargo no terminaban nunca.

Yo estaba ahí. Y estaba adentro. Ahí donde Obdulio Varela dio al mundo aquella majestuosa lección de coraje, un decalustro antes de que el equipo de Sabella rozara la gloria.

Y a un costado, una fila no muy grande de personas, chicos, grandes, hombres y mujeres, hablando en distintos idiomas y esperando para patear penales en un arco convenientemente ubicado fuera de los límites del campo de juego. Justo atrás de donde Palacio definió por arriba y un tal Götze robó nuestra ilusión.

Y vamos a patear, total no hay mucha gente, total no nos cuesta nada. Puede ser lindo. Y además, lo deben hacer miles de personas por día, millones por año... No, ¿por qué ser uno más? Quiero ser yo mismo.

Llegó mi turno, esperé que se acomodara el pibito al que le tocaba atajar (en ese momento se iban alternando entre varios, turistas ellos también), me saqué las ojotas, y me acomodé como para patear de zurda. Aunque soy derecho.

Porque yo soy yo, y cuando me estoy divirtiendo, a los penales los pateo de rabona.

Poco importó que me haya resbalado después de la ejecución: la pelota entró cerca del ángulo. Un grupo de ingleses que esperaba su turno me aplaudieron y vitorearon, y se sumaron algunos brasileños y chilenos que andaban por ahí.

Fue en el marco de un tour, fue en un arco que ni siquiera estaba dentro del rectángulo de juego, fue ante un arquero que no superaba los 14 años. Pero hice un gol en el Maracaná y me aplaudieron. Y fue de rabona. Es mucho, muchísimo más de lo que esperaba.

Ya no estaba estupidizado por la emoción. La sonrisa de oreja a oreja se iba convirtiendo en una leve mueca de alegría. Estaba satisfecho. Ya no necesitaba hacer más. Aunque a pedido de un amigo que quería atajar, volví a patear (y a convertir), pero no fue de rabona, ni fui aplaudido, ni tampoco me preocupó demasiado.

Ya me sentía realizado.

No hubiera sido nada fácil deshacerme entonces de esa leve sonrisa, aún si hubiese querido hacerlo. El regreso en subte, el almuerzo bien tardío, incluso las ojotas que tenía que cambiar, mutaron de simples detalles a elementos decorativos de la historia de un día que no voy a olvidar.

Un día que se hizo largo y aún así me pareció corto. Así lo sentí en esa última cena de amigos para despedir el lugar. Y cuando caminé por enésima vez por las calles de Copacabana e Ipanema bajo la custodia de un cielo nuboso y sin estrellas, acompañado de una finísima llovizna que, a causa del calor, se hacía agradable. Y cada cruce de palabras con personas del lugar, siempre humildes, amigables, alegres. Me hacían sentir parte del lugar. Como Luiz Felipe, el taxista que cantaba ópera, o Edmilson (tal vez era Emerson), el lustrador de zapatos que no encontraba gente con zapatos, con lo que eso implica. Él me habló sobre su familia y pude ver como se humedecían sus ojos cuando me enseñó una foto de su hijita. Para entonces ya creía ser un carioca más, como si fuera mi última noche en mi barrio de toda la vida. No dejaba de sonreír, no esperaba mejor despedida.

Noches largas, calles remotas, lluvia poética, cervezas frías y hasta un tímido "te quiero" susurrado solo para confirmar lo que ya era implícito. Lo inesperado le ganó por mucho a lo esperado. Nada es como me lo habían contado, y me gusta que haya sido así.

No fui a conocer Río: fui a vivir Río.

No fui a sacarme fotos al Maracaná: fui a hacer un gol de rabona.

Y esa última noche, aquel taxista que llevó a destino se disculpó por no tener cambio para darme. Y no importaba, claro que no importaba, y se lo expliqué: "Eu sou um homem feliz".

No hay comentarios:

Publicar un comentario