martes, 14 de febrero de 2017

Maldiciones


"San Valentín no actuaba por amor, sino por rebeldía", me dijo alguien una vez.

Cada tanto sentís su risa en el viento mientras viajás en el colectivo, estás seguro de haberla cruzado cien veces en un callejón o creés verla a lo lejos sentada en el banco de una plaza. Todo lo que te gusta te hace sentir un poco más cerca de los pocos rasgos suyos que puedan quedar en tu memoria. Cuando el recuerdo del cuento corto de un amor fugaz se confunde con el tiempo hasta convertise lentamente en una novela épica, los hechos dejan de ser exactos y pasan a ser perfectos.

El primer domingo de agosto me encontró en la Plaza de las Pitusas, convenientemente aislado del resto del mundo y buscando un poco de sombra para esconderme aún más de la rutina, lamentándome una vez más por lo poco que suele durar el tiempo en el paraíso. Descalcé mis pies para intimar un poco con el suelo y crucé todo el barrio portuario hasta llegar a la playa. Muy cerca de ahí la vi por primera vez sirviendo bebidas en un pequeño bar. Su inquietud por la raza humana la hizo bajar a la tierra, sus fugaces amores del pasado la guiaron a la isla y los caprichos del destino la acercaron a mi mesa. Se detuvo a mirarme unos pocos segundos y, sin decir nade, se alejó para volver a los pocos segundos con un porrón de cerveza helada. Con un perfecto acento argentino me preguntó por qué estaba solo. Le dije que hasta ese momento no había necesitado a nadie.

Al día siguiente la encontré en la puerta del pequeo mercado donde solía comprar mis almuerzos, sentada en la vereda al lado de una bicicleta a motor. Me acerqué a preguntarle alguna trivialidad, respondió algo sin demasiada relevancia, y de pronto nos encontramos hablando por horas quizás por el simple placer de oír nuestras voces.

La besé un mediodía tras almorzar en el molino de sal. Caminamos hacia el norte sin soltarnos las manos. Volvimos cuando el día se empezaba a apagar. Nos sentamos en un banco de la playa y dibujó un corazón en la arena con los dedos de su pie izquierdo.
- Algunas personas comparten gustos, sueños, deseos, historias, -dijo- pero nosotros compartimos algo mucho más grande: una maldición.

"No hay verano sin beso", dice aquel banco donde las parejas se sientan mirando el mar, se besan y pretenden eternizar su amor con el sol posándose en el horizonte, como un testigo que, ya satisfecho, se retira de la escena. Yo lo miraba desde lejos y con cierta desconfianza, flotando en el mediterráneo mientras me perdía en el atardecer, acompañado por decenas de barcos que descansaban a unos pocos metros. La noche me encontraba nadando entre las estrellas. Jamás me sentí tan libre. Bajo una enorme luna llena, salí del agua y caminé hacia ella, que me esperaba acostada en la arena. Le di un beso en la frente y le dije:
- Si no fuera por tu maldición, ¿nos habríamos conocido?
Ella no dijo nada.

Pasaban los días y paulatinamente nos fuimos sumergiendo en una extraña sensación de habernos tenido siempre, como compañeros de vida y no aventureros casuales. Una mentira obvia pero tentadora, que nunca creímos pero igual disfrutamos. Como si su tiempo en la tierra y mi tiempo en el amor, por un rato, hubieran dejado de lado sus límites.

Una noche, poco antes del amanecer, me preguntó si quería besarla en aquel banco de la playa.
- Si te beso por impulso, seremos felices un momento. Si te beso por amor, te voy a extrañar siempre- le dije.
Me miró, puso su mano sobre mi cabeza y, con una voz cada vez más tenue, me dijo:
- Si me besás por un amor, y esperás que ese amor sea por siempre, entonces no me estás besando vos, sino tu miedo al sentido que le dás a un simple banco, su tradición, su historia y lo que los demás esperan de él. El banco espera a dos personas que llegan juntas desde una misma parte del mundo, se besen, se saquen una foto y se vuelvan a sus casas, sin extrañarse ni extrañar este lugar. No espera a dos seres que cruzaron su camino al tomarse un respiro de sus maldiciones. No sabe que mi tiempo en la tierra es limitado, tanto como tu tiempo en el amor.
- Aún así, besarte en ese banco sería como besarte en San Valentín.
- San Valentín no actuaba por amor, sino por rebeldía.
La besé fuerte esa noche, muy fuerte. Pero no en aquel banco.

No la vi llorar hasta aquel último día, mientras nos abrazábamos en la calidez del agua. Y fue una solitaria lágrima cuando, mientras lamentaba lo que había perdido a coste de su inmortalidad, me confesó que nunca tuvo elección. Yo sonreí y le susurré al oído:
- Si no fuera por mi maldición, no nos habríamos conocido.

Poco después sentí su risa en el viento mientras recorría París, antes había estado seguro de haberla cruzado cien veces en un callejón del casco histórico de Tarragona, hace un tiempo creí verla sentada en un banco de Plaza de Mayo. Aunque ya casi no la recuerdo. Fui olvidando su cara, su cuerpo y su voz, creando una confusa imagen que poco o nada tiene que ver con la que me despidió aquella última vez en el puerto de La Savina sin un beso, un abrazo ni un "hasta pronto". Tal vez ella vuelva en cinco, diez o cien años y bese al mismísimo San Valentín en aquel banco. Yo seguiré intentando ser feliz con lo que elegí, y con la tranquilidad de saber que, por esas benditas maldiciones, de todas formas la hubiera perdido, pero si no fuera por ellas, nunca la habría tenido.

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